La oleada que democratizó a gran parte de los países latinoamericanos a finales del siglo pasado demandó que los países erigieran instituciones electorales robustas. Surgió así un modelo –propio de la región– caracterizado por la existencia de organismos electorales autónomos altamente especializados.
Dos instrumentos regionales han sido claves en ese proceso. Por un lado, la observación electoral en el continente dejó de ser un simple testigo de los comicios, para convertirse en un instrumento para la mejora continua. UNIORE, CAPEL, Carter Center, Transparencia Electoral y, fundamentalmente la OEA, emprenden misiones en los países que les convocan, mismas que suelen concluir con recomendaciones para fortalecer la legislación, la administración electoral y la impartición de justicia. Por citar sólo un ejemplo, desde 1962, la Organización de Estados Americanos ha desplegado más de 10,000 observadores y observadoras internacionales para alrededor de 250 elecciones que ha acompañado.
El segundo instrumento es menos conocido. Me refiero a la cooperación técnica electoral, la cual concentra un enorme potencial transformador. Ahí cuando algún organismo electoral ha requerido soporte especializado para mejorar alguno de sus servicios, se han generado canales de cooperación para compartir buenas prácticas y optimizar procesos. Así, por ejemplo, la OEA ha implementado decenas de proyectos de auditoría a padrones electorales, y de asesoramiento en el desarrollo de sistemas de cómputo de votos y transmisión de resultados.
El impacto de la cooperación no ha sido suficientemente estudiado. Uno de los pocos artículos sobre el tema fue conducido por una universidad británica (LSE) y reveló que, a niveles más altos de asistencia técnica, el clientelismo disminuye y aumenta el reconocimiento de derechos políticos y económicos.
Por eso resulta afortunado que el instrumento de la cooperación recientemente se haya empezado a utilizar para resolver uno de los resabios más añejos de las democracias latinoamericanas: la igualdad de género en la participación política. Convocadas por la OEA, esta semana un grupo de expertas en distintos ámbitos del quehacer electoral acompañamos a las autoridades ecuatorianas para discutir las mejores prácticas para fortalecer la participación política de las mujeres.
Es claro que en la región la violencia política de género y el diseño de la legislación han impedido el avance sostenido de las mujeres en la política. De ahí la importancia de reflexionar sobre aprendizajes en distintos países de la región que, aunque se han desarrollado en contextos específicos, dan testimonio de qué mecanismos han dado buenos resultados en América Latina.
A partir de esta experiencia y en la conmemoración del 71 aniversario del reconocimiento del voto de las mujeres en México, me parece tarea obligada reflexionar sobre los desafíos y obstáculos que aún encontramos las mujeres para el pleno desarrollo de nuestros derechos político-electorales.
Es de reconocer que en México tenemos avances significativos, como son el financiamiento público y la tipificación de la violencia política contra las mujeres. Sin embargo, subsiste una cultura política heredada del patriarcado que sigue privilegiando el sesgo de afinidad como vía para crecer en política. Tenemos que seguir trabajando en visibilizar los liderazgos de mujeres, especialmente en los ámbitos local y municipal.
La igualdad en la participación política es posible ¡Nunca más una democracia sin mujeres!