De los primeros recuerdos que uno tiene de la familia están, por supuesto, la mamá de los pollitos, el padre-patrón y luego-luego, de inmediato, ipso facto, los hermanos. Hermanas y hermanos. Eso si la familia es al estilo antiguo en donde había fratelos y fratelas hasta para aventar para arriba.
Era el viejo estilo. Familias numerosas; y mientras más hijos más firme la relación fraterna, como también más complicada. Porque eso de mantener a una familia con, por lo menos, siete hijos, estaba cañón, estaba como para pedir piedad, estaba como para bailar la danza de los viejitos a la menor provocación. Con todo, había quienes tenían más hijos, tantos “como Dios mande”, decían.
Hoy ya no. Hoy las familias mexicanas son pequeñas. Uno o dos hijos promedio. Esto luego de una enorme campaña en 1974, cuando las familias en el país tenían casi 7 hijos en promedio y se buscaba detener la explosión demográfica. El Consejo Nacional de Población diseñó las estrategias de “Vámonos haciendo menos”, “La familia pequeña vive mejor” y “Planifica, es cuestión de querer”.
Claro, había que convencer a las parejas de que le bajaran un poco al amor y salieran, se divirtieran, tomaran nieve de limón en el parque, vieran más televisión en las horas pico… Y así fue como los mexicanos y mexicanas decidieron que tener pocos hijos era un alivio.
De cualquier manera tener hermanos –uno, dos o muchos-- es una maravilla. Es un regalo adicional a la vida. Es estar acompañados siempre, desde el primer esbozo. Ya sea uno el mayor o el de en medio o el menor. Pero siempre ahí, todos juntos al principio.
Todos “vestidos de domingo”, los domingos, y todos compartiendo los juguetes, las golosinas, la misma fruta: el perón o la jícama con sal y chile piquín… El mismo pan y la sal en la mesa familiar. La comida que mejor se recuerda es la de todos a esa mesa, saboreando y riendo juntos y el pleito histórico aquel de: “¿Por qué a él –o a ella- le diste más que a mí, mamá? La madre tenía que hacer malabares para tener a todos contentos.
Pero la verdad es que los mejores años de nuestras vidas son los de la infancia. En general así es. Por supuesto hay infancias dolorosas, tristes, con olor a olvido; pero predominan los momentos más felices que vivimos. Esto es así y tan así que pasan los años y siempre recordamos aquello que nos vincula a esos días en los que nada parecía preocuparnos, en los que pobreza o riqueza no significaban nada; en los que nuestra vida no tenía problemas y sí felicidad que parecía eterna.
Y en esos recuerdos más felices de nuestra infancia están los hermanos-las hermanas. Algunos llegaron primero y a lo mejor el consentido; pero de pronto al anuncio de que viene otro hermano se entra en una de las primeras crisis vitales: “¡Otro hermano!”…
Y el mayor o la mayor se sentían príncipes destronados. ¡Ah! Pero con lo que no se contaba en ese momento es que una vez que llegó el hermano, ambos se entregan el corazón, el alma, el cariño y la fraternidad que se convertirá en eterna, a pesar de los pesares, a pesar de los avatares de la vida a pesar de las diferencias entre hermanos –las que siempre existen-… a pesar de todo, llega o llegan uno a uno los que serán nuestro mejor amigo-nuestra mejor amiga… nuestro apoyo, nuestra confianza, nuestros pares en la ruta…
Son los hermanos con los que habremos de iniciar la vida y aprender a socializar, aprender a convivir, aprender a dar y recibir, aprender a negociar, aprender a hablar-hablar-hablar; aprender a defenderlos o defenderlas como ellos o ellas nos defienden del villano que nos quisiera hacer daño porque eso sí que no: “¡Con mi hermano no te metas c…n!”. Y luego el peor enemigo: “El novio de mi hermana”.
Por supuesto, cada uno de nosotros es distinto y uno sólo. Decía una madre amorosa: “Mis hijos son como los dedos de mi mano; todos son de mi mano aunque ninguno se parezca”. Y así es.
Las muestras de cariño son siempre un síntoma y no la excepción. La excepción si lo es cuando hay problemas entre hermanos. Al principio por cualquier detalle, luego por quítame estas pajas. A veces hasta nos jalamos de los pelos siendo niños-jóvenes.
Más tarde nos enojamos por problemas y diferencias que parecen irresolubles. Y sin embargo la fraternidad, la hermandad predomina y aunque se haga de tripas corazón los hermanos lo son de principio a fin: “No le hablo, pero no quiero que le pase algo”
“En la mayoría de las sociedades del mundo los hermanos usualmente crecen juntos y pasan juntos gran parte de la niñez y juventud, por lo que pueden tener conflictos. La cercanía y el trato que los hermanos tengan entre sí estarán marcados por el desarrollo de fuertes asociaciones emocionales tales como amor y enemistad.
“El lazo entre hermanos es a menudo muy complicado y a veces está influido por factores tales como el trato de los padres, el orden de nacimiento, la gente y las experiencias vividas fuera de la familia.” (Lo dicen los libros).
Y dicen también que: “La palabra española “hermano” (como el catalán germà y el portugués irmão) se originan en la palabra latina "germanus". Como ‘germen’, viene de geno o gigno, que significa ‘carnal’ (en el sentido de pariente consanguíneo); también significa ‘verdadero’ y ‘exacto’.
Frater germanus = ‘hermano carnal’.”
Así que nada hay más gustoso que las salidas con los hermanos cuando estamos en plena infancia y juventud. Nada como ir a pasear con ellos. Nada como ir al cine y ver las mismas películas y gustar de ellas y comentarlas y compartir las palomitas, comprar helados y mirar la pantalla como uno solo…
… Aunque siempre hay el que “no me gustó la película”; “a mí sí me gustó mucho” o “de plano perdí mi lana al venir a ver ese churro”. Y esto muestra la diferencia de criterios entre hermanos, aunque siempre está presente algo que parece que no notamos o es desapercibido, pero que necesitamos: Su compañía. Y la necesitamos cuando somos maduros y hechos y derechos.
Y hay distintos tipos de hermano-hermana: los hermanos carnales que son los hijos de los mismos padre y madre; los medios hermanos o hermanas, hijos del padre o de la madre; los hermanos adoptados pero hermanos al fin… Son sangre de nuestra sangre. Hueso de nuestro hueso.
Y hay hermanos por afecto y amor: los hay que son primos-hermanos; amigos-hermanos; “carnales”; “brother”; “amigos-del-alma” y así, cuando decidimos que hay ahí alguienes a quienes podemos entregar el alma, el corazón, la compañía, la palabra, el consejo, la aventura, los secretos, el silencio. Ellas o ellos también son hermanos. Casi siempre, en estos casos, es para siempre.
Aunque hay excepciones. A veces, sólo a veces, ocurre que por alguna razón la fraternidad afectiva se rompe. Es triste. Pero eso no importa. Sí importa el tiempo en el que fuimos el gran hermano-amigo-cómplice-carnal, y luego, cambio de página, aunque quede en el aire aquello de Burgess: “Un verdadero hermano es aquel que está contigo en las buenas y en las malas, sin importar las circunstancias.”
Pero es cierto: Los hermanos que dan el abrazo completo para siempre significan mucho en la vida de cada uno de nosotros. Y lo expresa el arte como ocurre en los temas más emblemáticos de la naturaleza humana.
Por ejemplo las hermanas March, de la obra “Mujercitas” de Louisa May Alcott. Son cuatro de ellas, cuya historia fraterna ocurre durante la guerra civil de Estados Unidos. Y no pueden ser más diferentes entre sí, pero nada de ello dispersa su afecto y su protección mutua.
O “Los hermanos del hierro” (O “Par de Reyes”) de Ricardo Garibay, en donde dos hermanos que se quieren a todo, sin inoculados por su madre en el odio hacia quien mató a su padre. Su vida está enfocada en la venganza. Uno a otro se cuida. Uno más impetuoso que el otro, pero ahí están, dispuestos a cumplir la venganza materna y ellos como su arma mortal.
O la hermandad fraterna, interminable, de “Dersú Uzala” con el capitán-ingeniero, en el libro de Vladímir Arséniev; “Los hermanos Karamázov”, en la tragedia de Fiódor Dostoyevsky; la amistad bíblica de David y Jonatán… y tantos más hermanos-hermanas que están en la vida de cada uno de nosotros, nuestros hermanos, a los que más queremos y cuidamos…
A los únicos seres humanos a los que abrazamos siempre, fuerte. Les damos un beso en la mejilla y les decimos al oído: “Te quiero mucho, hermano”. “Te quiero mucho, hermana”.