El Grito de Independencia, lanzado por Miguel Hidalgo y Costilla la madrugada del 16 de septiembre de 1810, en el atrio de la iglesia del poblado de Dolores, en el estado de Guanajuato, marcó el inicio de la historia de México como país autónomo.
Ese grito, junto con el repique de la campana, se volvió una costumbre anual en el Zócalo capitalino desde 1896, cuando Porfirio Díaz la mandó instalar en el Palacio Nacional, haciéndola sonar ahí por primera vez la noche del 15 de septiembre.
A partir de esa fecha, todos los presidentes de la nación, además de gobernadores, alcaldes y embajadores mexicanos en otros lugares del mundo, evocan formalmente el inicio de aquella lucha, y aunque no repiten las palabras atribuidas al cura Hidalgo, particularmente aquello de “muera el mal gobierno”, ondean la bandera nacional y ponen el énfasis en las vivas a México y a los héroes que nos dieron patria, destacando la soberanía lograda y el recuerdo a quienes contribuyeron a derrocar al régimen opresor (aunque en ocasiones se han mencionado a otros personajes o frases, según el momento, las preferencias o locuras del orador en turno).
A pesar del tiempo transcurrido, la carga de significados de ese hecho no deja de darle sentido al presente, pues una buena parte de los mexicanos siguen demandando gobiernos mucho mejores, con la capacidad y decisión suficientes para hacer de la nuestra una República de justicia y leyes, realmente libre, democrática y en paz. De esa y de etapas análogas posteriores, el sacrificio de tanta gente no merece tener a cambio un sistema político incompetente, cuyas nefastas características han empeorado a lo largo de los años, hasta mostrarse sumamente mentiroso y carente de credibilidad; comprador de conciencias, nepotista y enemigo de administrar con ética y racionalidad los bienes públicos.
Aprovechándose de los amplios sectores donde predominan la ignorancia, la apatía y el fanatismo, las cualidades de dignidad y rectitud en un gran porcentaje de las y los funcionarios se han perdido y, ante el objetivo de fortalecer lo contrario, las oligarquías buscan siempre obtener los máximos beneficios, sin importarles los daños causados, por ejemplo, en los temas de seguridad, salud, educación y economía. Corrupción e impunidad han sido y son componentes habituales de la actividad política, y con frecuencia se conocen las acusaciones de enriquecimiento ilícito, del tráfico de influencias, de la discrecionalidad en el uso del erario, de las magnas obras producto del capricho, de sus enormes sobrecostos y del derroche ocasionado por el enfermizo culto a la personalidad.
Asimismo, para un poder aferrado a no rendir cuentas de sus actos a nadie, el lenguaje irónico y el cinismo son ahora el remate al haber alcanzado la amplia mayoría en el Congreso, gracias a la sumisión vergonzosa de las autoridades electorales, y con ello la posibilidad de eliminar contrapesos, destruir el Poder Judicial y realizar cambios en la Constitución a su entero gusto y conveniencia. La frontera entre estos despropósitos y las sanciones legales es abismal, mientras las instituciones se desprestigian y el Estado de derecho se convierte en una falacia.
Por eso, resulta absurdo festejar en estos días eso de tener una patria progresista y democrática, como también aplaudir la retórica mesiánica y falaz de los autores del desastre. Más bien, de ese 1810 lo obligado es retomar los conceptos de unión, identidad y libertad, y la expresión del “viva México” traducirla en un movimiento organizado de lucha pacífica, y del compromiso de hacer un país muy diferente, sin gobernantes inútiles, inmorales y autoritarios.
Ingeniero civil, profesor de tiempo completo en la UAEM.