El actual régimen persiste en su objetivo de eliminar la democracia, los contrapesos y la separación de poderes en México.
Después del daño causado al sistema judicial, viene ahora la iniciativa denominada supremacía constitucional, promovida en el Senado, con la finalidad de impedir que cualquier adición o reforma a la Carta Magna sea impugnada a través de controversias, acciones de inconstitucionalidad o amparos. De esta manera, nada ni nadie podrá revertir ocurrencias, delirios y perversidades, orientadas a imponer la autocracia.
En las civilizaciones avanzadas, la democracia no se refiere sólo a una forma de gobierno, sino también es sinónimo de una serie de conceptos, donde se incluyen los de libertad, igualdad, legitimidad de autoridades, justicia social, solidaridad, reconocimiento a la dignidad de las personas, respeto a las minorías, etcétera. Ahí la participación de las y los ciudadanos es obligada, y sus valores cívicos les permite tomar decisiones en forma responsable y debidamente informada.
Como ocurre en muchos otros temas, estos atributos parecen haber perdido vigencia entre los mexicanos, sobre todo en lo relativo a organizarse, ejercer con firmeza los derechos políticos y exigir castigos por la ineptitud, corrupción y arbitrariedades de los pésimos funcionarios. Por el contrario, aparte de acatar la consigna de la desunión, el divisionismo y la sumisión, se han convertido en algo natural la indiferencia, la sombrosa capacidad de aguante y la fatalidad, al pensar que no hay alternativa ni forma de cambiar lo negativo del oficialismo.
En buena medida, eso explica la creciente descomposición de la vida pública, pues la vocación de servicio, la honestidad y la preparación de los supuestos representantes populares, quedan en una conducta deleznable y en un discurso saturado de engaños; en un fanatismo absurdo y en una propaganda convertida en un subgénero de la ficción.
Es inaceptable acostumbrarnos a lo malo, y guardar silencio ante los frecuentes abusos cometidos en contra del presente y el futuro de millones de seres, y en perjuicio de las propias instituciones. Es deber de todos contribuir al cambio y luchar por las causas verdaderamente orientadas al bien común. No es válido mirar hacia otro lado, mientras las decisiones irracionales hacen de la nuestra una nación tercermundista y la hunden en un mar de violencia, pobreza e ignorancia; de agudas carencias en justicia, salud y educación.
Las consecuencias del desastre están ahí, junto con las evidencias de un comportamiento arrogante, burlón y ofensivo por parte de sus autores. Por eso, ya no es suficiente el comentario de inconformidad expresado en corto, en charlas de pasillo o de café. Es necesario ir más allá, y darle un nuevo rumbo al sentimiento colectivo de indignación.
Si los liderazgos políticos no funcionan de manera adecuada, es porque la sociedad no cumple bien su papel. Se consciente este tipo de administraciones y no se buscan los medios ni se aplican los correctivos eficaces para revertir el desorden, originado por una transformación encauzada a construir estructurar protectoras del derroche y la incompetencia; del nepotismo y el tráfico de influencias; de la nula rendición de cuentas y de los clanes y grupos delictivos.
Así, nuestro país está quedando cautivo del autoritarismo y de la voracidad de tanto dogmático renombrado, quienes con cinismo y prepotencia han decidido sabotear la posibilidad de que logremos paz, justicia y progreso.
Por lo tanto, la conciencia cívica debe fortalecerse en la unión, y cuanto antes darle un sentido inverso a este escenario. Con resignación o indolencia, pronto no nos dejaran hablar ni siquiera de nuestros sueños.
Ingeniero civil, profesor de tiempo completo en la UAEM.
Las opiniones vertidas en este artículo son responsabilidad de quien las emite y no de esta casa editorial. Aquí se respeta la libertad de expresión.