Han terminado los Juegos Olímpicos de París 2024 y el mundo deportivo piensa ya en la ciudad norteamericana de Los Ángeles, donde la nueva cita será en julio del 2028.
Con una cosecha de 5 medallas, tres de plata y dos de bronce, México queda en el lugar 65, bastante lejos de los Estados Unidos, quien por quinta ocasión consecutiva ocupó el primer sitio, al haber acumulado un total de 126 preseas: 40 de oro, 44 de plata y 42 de bronce. Sin embargo, es de elemental justicia reconocer el esfuerzo y felicitar a la generalidad de nuestros atletas, tomando en cuenta que sus logros, en esta y en anteriores competencias, son producto de méritos propios, del apoyo de sus entrenadores y familiares, incluso de organismos privados, y muy poco o nada de las instancias oficiales.
Es decir, sin contar con el respaldo suficiente, y mucho menos recibir la atención mediática, como es el caso de los mediocres futbolistas “profesionales”, la mayor parte de estos chicos enfrentan condiciones sumamente difíciles, a pesar de lo cual anteponen disciplina y empeño a lo largo de su preparación, ante el objetivo de representar dignamente al país. Los recursos son escasos, o de plano no les llegan, pues se los apropia una burocracia cada vez más inepta y abusiva, según se infiere de las investigaciones abiertas en la Fiscalía General de República en contra de la encargada de la Comisión Nacional del Deporte (Conade), por presuntos malos manejos económicos y desvíos por cientos de millones de pesos.
Y si la admiración y el respeto van hacia las y los competidores, los resultados adversos deben atribuirse a los malos políticos, cuyo nefasto desempeño ha llevado al desastre no sólo las aspiraciones y aptitudes de miles de jóvenes, sino también el sentimiento de orgullo y el ánimo de toda la nación. Esto, además de contaminar o destruir las estructuras encauzadas al alto rendimiento, y dejar en botín de unos cuantos los presupuestos otorgados.
El éxito deportivo de un país no se improvisa. Requiere de una planeación de avanzada, de procesos de calidad orientados a detectar talentos desde la niñez, con instructores de nivel máximo, encargados de desarrollar y consolidar las habilidades de excelencia. Asimismo, de disciplina y trabajo permanente, del cumplimiento puntual de objetivos y metas; de servicios médicos e infraestructura moderna y, muy en especial, de esas cualidades hoy en peligro de extinción por culpa de este régimen de fracasados: funcionarios inteligentes, preparados y éticos.
Obviamente, en estos tiempos de catástrofe el problema no es la falta de recursos públicos, sino el hecho de que éstos se gastan de manera absurda, y no en atender las auténticas prioridades de las y los mexicanos. Un ejemplo se tiene en los cientos o miles de millones de pesos del erario invertidos en estadios y programas, con la finalidad de impulsar el béisbol, juego favorito del inquilino de Palacio Nacional. O bien, en esas obras producto del capricho y la megalomanía, dispendiosas, dañinas e inútiles, carentes de la menor rendición de cuentas, por ser secretos de Estado la asignación de los contratos y el porqué de los miles de millones de pesos derrochados en sobrecostos.
Para completar el panorama, viene ahora la demagogia de los campeones del oportunismo y la desvergüenza. Por una parte, en su ridículo afán de querer adjudicarse méritos y colgarse de las medallas de los triunfadores, y por otra, al tratar de justificar su ineptitud culpando a las administraciones del pasado, aunque después de casi seis años sea evidente el nulo respeto hacia aquellos principios de no robar, no mentir y no traicionar.
Ingeniero civil, profesor de tiempo completo en la UAEM.