La mayoría de las personas mexicanas tenemos alguna historia relacionada a los temblores que acontecen en nuestro país. Al menos en el centro del país, este fenómeno natural que nos visita ocasionalmente ha permitido tener una sociedad preparada para lo peor. Hoy mismo estaremos realizando un simulacro para afinar nuestras estrategias.
El terremoto del 2017 evoca recuerdos amargos. Hubo quienes perdieron familiares con quienes hubieron querido compartir otros tramos de vida.
Pero hay también pincelazos agridulces en esa memoria. Ese día se pusieron a nuestra vista muestras contundentes de la fortaleza que hay en la unidad desinteresada. Recuerdo gente en la calle recolectando víveres y a otro tanto con botas y cascos, caminando a algún derrumbe al que iban con la esperanza de sumar y salvar vidas. Se formaban cadenas humanas y se hacían silencios impenetrables al ver un puño levantado.
La tecnología, sin lugar a dudas, facilitó este proceso. Saber en dónde se necesitaba ayuda y poder llamar a nuestros seres queridos fue de gran utilidad ante la catastrófica realidad. Sin embargo, poco habríamos sabido qué hacer de no ser por lo que un terremoto previo –el del 19 de septiembre de 1985– dejó a las generaciones que lo vivieron y a las que les seguimos.
El terremoto de aquel año marcó la vida de todos los territorios donde fue arrojando su energía destructiva. Las cifras oficiales e inclusive las estimaciones privadas subestiman el grado de nivel de catástrofe que este fenómeno dejó a su paso. Más de 40 mil personas heridas, 4 mil 100 personas rescatadas con vida de entre los escombros y ni hablar del número de personas que perdieron la vida, las cuales –se cree– podrían contarse por decenas de millares.
Ciertamente nadie estaba preparado para un evento de esa magnitud. Esto, tristemente, incluyó al gobierno que enmudeció y quedó paralizado. La sociedad tomó las riendas de sus vidas y las de sus vecinos ante la falta de respuesta y proactividad gubernamental, y dejó un legado que perdura hasta nuestros días. La ciudadanía, ya desencantada con el régimen por la crisis económica de 1982, se adueñó del espacio público y no hubo vuelta atrás.
“No sin nosotros” escribió Carlos Monsivais, para describir cómo en 1985 surgió una sociedad civil que lidereó el proceso de rescate y reconstrucción. Más aún, esa comunidad solidaria reclamó que el diseño, planeación y ejecución de la política pública pasara –a partir de ese momento– por la participación de la ciudadanía.
La sociedad civil que emergió del sismo del 85 no es aquella en que se disputa la lucha de clases, para seguir los términos gramscianos. Surgió más bien como una experiencia voluntaria, marcada por un ánimo de resolver los problemas y dejar de esperar que el gobierno de aquel momento lo hiciera. Por eso es tan importante aquel sentido comunitario que la ciudadanía mexicana adquirió de aquellos años, pues los lazos solidarios que se crearon atraviesan posiciones políticas, credos religiosos y niveles socioeconómicos. Su hilo conductor es, más bien, la conciencia de que la sociedad es más fuerte cuando actúa conjuntamente.
El propio Monsivais lo describía acertadamente, cuando explicaba que la colectividad del 85 redefinió en la práctica sus deberes ciudadanos. La sociedad civil permitió a sus usuarios “independencia política y mental”. Esa generación intensificó sus propios deberes, alimentada por el deseo de servir y por la energía que le irradiaron las multitudes que salieron a las calles a proteger a los suyos.
A 39 años del temblor, quiero reconocer a esa sociedad civil que impulsó la democracia. Ésta no se desarrolla en el vacío. Requiere de una comunidad participativa, como la que nos heredó aquella generación combativa. Quiero agradecer a las personas que se movilizaron y tomaron las calles porque gracias a su valentía hoy tenemos un país más democrático con instituciones electorales sólidas y personas exigiendo sus derechos en el espacio público.