La manipulación de distritos electorales, mejor conocida como gerrymandering, representa uno de los mayores desafíos para la democracia representativa. Lo es porque puede modificar intencionalmente la probabilidad de que determinados grupos sean debidamente representados en congresos y parlamentos. Es decir, atenta contra la igualdad en el poder de decisión de cada persona ciudadana, lo que se resume en la histórica leyenda: “una persona, un voto”.
Estados Unidos registra el primer antecedente de esta práctica. En el siglo XIX, Elbridge Gerry, entonces Gobernador de Massachusetts, aprobó una ley que le permitiría redibujar los distritos existentes, a fin de beneficiar a su partido.
El mecanismo ideado no requería modificar el tamaño poblacional de cada distrito. Sólo alteraba su perímetro mediante dos métodos. Uno consistía en “amontonar” a las personas votantes de la oposición en la menor cantidad de distritos posibles, minimizando así la probabilidad de que alcancen una representación similar a su peso poblacional. El otro método, el de la “partición”, consiste en dividir a un grupo de votantes con preferencias similares entre distintos distritos, dispersando su poder electoral y dificultando su capacidad de llevar representantes al Congreso. Uno y otro requieren hacer trazos a modo. Suelen resultar polígonos irregulares en formas de salamandra –y claro, de ahí su nombre–.
En las últimas décadas, varias reformas han buscado contrarrestar esta práctica en Estados Unidos. Sin embargo, su eficacia ha dependido del contexto político y de los actores involucrados. Por ejemplo, el establecimiento de comisiones independientes para el rediseño de distritos en estados como Arizona, Colorado, California y Michigan ha reducido la parcialidad en el trazado de mapas. Estos colegiados de integración técnica han logrado que los límites distritales sean diseñados a partir de criterios demográficos y no de estrategias partidistas.
Lamentablemente, la objetividad en los trazos distritales no es todavía una práctica generalizada en el país vecino. Según un estudio de Duke University, si terminara la práctica de gerrymandering, podría haber entre 37 y 42 curules competitivas más en la Cámara de Representantes, lo que devolvería a la ciudadanía el poder de decidir.
En efecto, en estados con mapas fuertemente manipulados, la competencia electoral es prácticamente inexistente, lo que resulta en una ciudadanía desencantada. En lugares como Texas y Florida, donde se diseñaron mapas que dan al Partido Republicano una representación muy por encima de su peso poblacional, el control de las cámaras legislativas ha sido casi inamovible.
El caso estadounidense pone de relieve una de las fortalezas del sistema electoral mexicano. En nuestro país, la geografía electoral se diseña a partir de propuestas de comités técnicos, los cuales delimitan periódicamente los trazos distritales a partir de criterios poblacionales y geográficos previamente establecidos. El modelo incentiva que los polígonos agrupen a cantidades similares de población, que existan vías de comunicación adecuadas y que exista compacidad. Es decir, se disuaden las formas geométricas longitudinales e irregulares, propias del gerrymandering.
La experiencia internacional nos muestra que, sin un sistema de rendición de cuentas y transparencia en el proceso de distribución de distritos, el riesgo de manipulación sigue latente. De ahí que el Comité Técnico del INE recupera las observaciones de los institutos políticos y el resultado final es sometido a consideración del Consejo General. Inclusive esa decisión puede ser recurrible ante un Tribunal especializado.
El sistema electoral mexicano es reconocido en el mundo por su independencia y solidez técnica. Revisar la experiencia de otros países nos permite aquilatar de mejor manera el valor de las instituciones electorales que México ha generado. Nos corresponde a todas y todos el cuidar de nuestras instituciones.
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