#HistoriaDeTerror || Los Enanitos de Nana Zenaida

Filiberto Ramos

  · lunes 30 de octubre de 2017

Ilustración: Itzel Castillo

La creencia sobre duendes, elfos y hadas es común en todo el país. Los cuentos y relatos que se dicen de voz en voz llegan a ser hasta picarescos, pero otros tienen detrás una historia real, que pasa de lo curioso a la tragedia y el miedo.

Hay quienes usan a estos seres para dar ofrendas, otros como sus guardianes y fieles acompañantes, como se describe en este relato, nacido en la antigua isla de Jarácuaro, Michoacán, un pueblito purépecha, envuelto en lo mágico y el mundo de las almas.

-¡Si hubiera sabido lo que ese día mis ojos miraron, nunca hubiera ido a la casa de mi comadre! –y se persignó, buscando con la mirada la imagen de la Virgen entre todos los santos que se lucían colgados en aquel cuarto atiborrado de incienso, aromas a rezos y hierbas contra todos los males.

Dos noches atrás, había visitado la casa de la vieja Zenaida como acostumbraba, cinco “cogollos” de palma, suficientes para cinco trenzas, lo necesario para dos buenas horas de amena plática.

-¡Qué traes pues tú hija! –le preguntó nana Cleofa, la partera que pasaba todos los días luego de moler su cubetita de nixtamal y llenar su olla de leche en la casa de don Eusebio.

-¡Ay nana Cleo! –y  se volvió a persignar ahora con el crucifijo del Cristo que traía prendido al pecho: -¡El diablo nana! ¡Yo lo vi! Estaba besando a mi comadre Zena.

 -¡Purísima hija, qué cosas dices! –Y la mujer de 60 años, 40 de ellos dedicados a traer más humanos a este mundo, se persignó con ella.

El cuarto de adobe, siempre húmedo por el fresco de la mañana y la tarde, pareció en ese momento traer un frío de panteón hasta la piel corrugada de las dos mujeres. Hincada una frente al altar de la Virgen de la Salud, y otra echada al lado de ella, sobre el petate viejo, comenzaron el recuento de lo sucedido dos noches atrás.

-Acababa de mojar mi palma nana, ya había puesto los frijoles a la alumbre y dije: Voy a ver a mi comadre Zena, a ver si me hace el favor, pos como sabía que ella siempre tiene dinero. Dije: No  me va a negar el favor.

 -¿Y qué pasó? –preguntó la partera, atenta.

-Pos me apuré a meter los marranos al chiquero, apagué los leños que ardían fuerte y dejé los frijoles con las puras brazas, midiendo un buen rato mientras regresaba, ya eran pasadas las siete, ya casi churini (anochecer), me crucé el atrio pa’ llegar más pronto y de la prisa, nana, ni de persignarme con San Pedrito me acordé, yo creo por eso me pasó lo que me pasó.

-¡Ay dios mío hija! ¿Isïsïki? (es verdad).

Y  siguió la plática entre las dos mujeres.

-Llevaba apenas tanimu (tres) brazadas de trenza cuando niantan (llegar) al camino, ese feo donde vive mi comadre, le grité: ¡comadre Zena! porque miré que no estaba puesta la tranca del zaguán, pero como no me respondió, me pasé hasta el patio y nada, todo bien quietecito, sólo estaba la tsikata (gallina), esa fea negra, cacareando con sus pollitos a punto de meterse debajo del higo a pasar la noche, y pos dije: ¿Dónde andará mi comadre?, y ya fue cuando la vi salir pateando al “flaco”, el perro viejo que siempre anda pegado a ella.

Hasta ese momento la mujer narraba lo sucedido con cierta calma, no había sobresalto y el frío seco que había invadido la habitación momentos antes, se ausentó y la charla siguió su rumbo.

-Nari chuskusïkiri comari, (buenas noches comadrita), me dijo, ya estás aquí y le dije, si comari, aquí pues molestándote, a ver si me puedes ayudar.

-¿Pos que preocupación traes comadrita, en qué te puedo ayudar?

-¡Ay comari! Esa deuda pues que no me deja con tata Esteban, no puedo terminar de pagarle, ya van tres veces que me va a tocar la puerta a hoy, ya no me quiere esperar con lo de los intereses, ya le debo de tres pagos.

-¡Pero comari! desde ne nantes te dije que si quisieras nunca te haría falta, yo sé donde puedes conseguir buen dinero- me contestó.

La expresión de la oración dejó intrigada a la mujer que escuchaba, la propuesta era extraña, pues nadie en el pueblo sabía a ciencia cierta de dónde tomaba el dinero la vieja Zenaida.

A la mujer que había ido a visitarla le llegaron tantas preguntas y extrañas conclusiones a su cabeza: “quizás lo conseguía por arte de magia, tal vez era brujería y lo más insólito, quizás tenía pacto con el diablo”.

-Pos dónde comari –le dijo con la misma sensación de intriga y la vieja Zenaida le respondió: -Tú sígueme, deja aquí tu palma y toma tu delantal, te voy a llevar a donde yo consigo el dinero, pero cuando bajemos, veas lo que veas no vayas a tener miedo.

Y las dos mujeres se perdieron entre la oscuridad hasta llegar a la parte trasera de la casa, a donde estaba el pozo de agua y un desatendido chiquero, una detrás de la otra con pasos suaves y el sigilo para evitar tropezar con algún maltrecho camino.

Llegaron hasta el costado del chiquero donde había un hueco entre la pared y una gran piedra. -¡Era una cueva nana Cleo! –Y se volvió a persignar con el crucifico prendido al pecho y la imagen de la Virgen de la Salud y los santos colgados en toda la pared.

-¡Ay Dios mío hija! ¿A poco ahí hay una cueva?

–Si nana Cleo, y me dijo: toma comari, prende esta vela y sígueme, mientras iba bajando escalón por escalón y le dije ¿Pos dónde me llevas Zena? Hasta que llegamos a un patio donde había un poco de luz y en medio se veía clarito una pila con una jicarita que nadaba entre esa agua tan clarita que hasta parecía de pila bautismal, pero nada que ver nana.

La exaltación volvió a regresar a la mujer y el frío seco de panteón volvió a cubrir aquella habitación de adobe.

-¡Ay Dios mío! ¿Y qué pasó después hija, a dónde llegaron? –preguntó la partera.

–Mi comari me dijo que la esperara, que no tardaba, y se fue por un camino oscuro sin hacer ruido, pero pos yo esperé y esperé y con tanto miedo que no dejaba de rezar aves marías y padres nuestros, yo sabía que ahí andaba el mal.

Al momento, en la habitación pareció entrar un viento seco que silbaba con el humo del incienso aún ardiente y la mujer siguió el relato.

-Había pasado ya buen rato nana Cleo y pos dije: ¿a dónde habrá ido mi comari? Y apretando el cristito que siempre traigo, me fui a seguirla por el camino, ese oscuro y pos lo que vi pareció como un sueño nana.

-¿Pos que lugar era ese hija? –Preguntó intrigada la vieja partera.

-¡El mundo de los muertos nana Cleo! ¡El infierno…!

-¡Ay Dios mío! –externó la anciana.

–Ahí estaba mi difunto abuelo Malaquías, lo vi encadenado, en uno de esos cuartos, todo chupado y le dije: ¡Ay abuelito, a poco así sufres tú aquí! Y me habló haciendo esfuerzo de parto: ¡Vete hija! ¡Tú no debes estar aquí, te van a ver! Y pos comencé a llorar nana Cleo, cuando al fondo vi que a mi comadre, esos demonios con cola y cuernos, y lenguas de culebra, la tenían abrazada y chupándola de todo el cuerpo.

-¡Sí hija, esos son los diablos! –sentenció Cleofa.

-Y luego de eso nana, vi clarito a unos enanitos con la misma cola, los mismos cuernos y la misma lengua de culebra que me rodeaban, haciéndome ch’ anani (jugar) con mis anahuas (sic).

“No pude contenerme el grito y salí corriendo soltando la vela que traía en la mano, hasta llegar a la entrada de la cueva y mi comadre Zena venía alcanzándome gritando: ¡Comari, comari! ¡Espérate! Por eso te dije que no vieras, mira, aquí está el dinero y le dije: ¡No comadre Zena, yo no quiero nada! Eso es cosa del diablo; y salí corriendo sin acordarme de levantar mi palma que había dejado en el patio y no paré hasta llegar a la iglesia, me hinqué ante San Pedrito y le prometí que nunca se me olvidaría pasar sin persignarme frente a él.

Al concluir el recuento de lo ocurrido las dos noches atrás, la vieja partera comenzó un rezo profundo para calmar a la mujer y alejar cualquier espíritu que al oír la invitación del relato hubiese penetrado las cuatro paredes húmedas de aquel cuarto, y aconsejó a la mujer con su sabia experiencia de dar vida, bendecir el cuerpo y la casa de la desdichada.

-Mira hija, eso que te pasó, debes contárselo el domingo al señor cura para que venga a bendecir toda la casa y debes ponerte penitencia de todas las noches lo que él te diga y ve a verme para que te haga una limpia cuanto antes, -recomendó Cleofa a su comadre.

Según lo que se contó tiempo después de boca en boca, de aquellos que supieron sobre la historia, a la vieja Zenaida le restaron pocos años en vida, pero mientras no dejaba esta tierra, solía vérsele en su patio sentada sobre el respaldo de su silla dar gritos a sus pequeños acompañantes, los enanitos, los mismos que su comadre había visto jugar con sus anahuas y a quienes nombraba y maldecía desde su silla: “¡Tú, diantre dónde andas, trae la escoba y barre los chiqueros!” “¡Y tú flojo, tírales el maíz a los pollos!” Y así se pasaba las mañanas y tardes, hasta el día, según cuentan, le llegó su último día la vieja Zenaida.

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