Almoloya de Juárez.- El frío pega seco sobre los rostros de una fila de mujeres. La mayoría de pie, al lado de bolsas con comida y ropa. Son madres. Las más fieles, quienes no abandonan en medio de la tragedia y el encierro.
A las afueras del penal estatal de Santiaguito, ubicado en el municipio de Almoloya de Juárez, esta es la realidad de cada fin de semana. Se repite, como el aire frío que roza y enrojece la cara de quienes esperan.
Docenas de mujeres con pants, sudaderas, rebozos que envuelven sus cuerpos, mientras se espera el turno para el acceso. Es un ir y venir sin cansancio cada sábado y domingo.
EMMA
Emma es de las pocas que se sientan por un momento sobre la banqueta mientras espera en la fila. Porta entre sus manos un estuche de maquillaje, con un labial que desplaza sobre su boca.
"Para que no vea mi hija que uno llora, hay que siempre sonreír", dice Emma. Así disimula un poco la tristeza".
Su historia es por demás de tragedia y de "aguante", porque debe madrugrar cada semana desde hace tres años para tomar el primer autobús de la terminal de Cuernavaca, Morelos, para llegar a Santiaguito. Un recorrido que hace en unas cuatro horas.
Mi hija se llama Laura, ya cumplió 25 años, y aquí encerrada tiene tres años.Relata la madre de la reclusa.
Ninguna historia de las que esperan en la fila es absurda; para cada madre, sus hijos son inocentes sin dudar.
A mi hija la detuvieron junto con su novio, ella no sabía que era secuestrador, un fin de semana vino a verlo, aquí a Zinancantepec y ya no regresó.Emma.
Laura, su hija, estudiaba el cuarto semestre de la carrera en Derecho, pero el amor la cegó. Terminó bajo una sentencia de 50 años.
"A veces me dice: 'mami, ya me quiero salir', y yo le digo: 'ya ves, por no hacer caso, por no obedecer'", lamenta Emma, limpiando una lágrima que le corre sobre la mejilla.
Todo esto es duro, porque desde que uno entra aquí, todo es dinero, hasta el piso donde te paras te cobran. Reprocha la mujer.
Esta vez le preparó enchiladas verdes con queso, las llevó en un toper para evitar que se le enfríen, porque hasta para calentar comida, se cobra en Santiaguito.
"¿Su marido y sus otros hijos vienen?", se le pregunta. "No, nadie, sólo yo, su papá sigue enojado", explica.
Lo poco que gana como comerciante, Emma lo dispone para las visitas con su hija. Hay deudas, porque llevan tres años pagando un abogado.
Todo lo que uno gana, es para pagar el abogado, también hemos pedido prestado.
"¿Ha pensado en desistir?", se le insiste. "Nunca, aquí voy a estar mientras tenga esperanza, ya apelamos y le bajaron la pena", sostiene firme Emma.
EL HIJO BUENO
Unos pasos atrás de la fila, espera Oliva, ella proviene de Maravatío, Michoacán y cada vez que puede, acude a visitar a su hijo Javier.
"Estamos pidiendo que lo trasladen a Maravatío, para que tenga cercanía familiar, pero me dicen que no se lo merece, pero mi hijo es bueno, nunca se mete con nadie", replica Oliva.
Suelta en llanto. Otra mujer de la fila se acerca y la abraza. Las palabras de consuelo las dice como una fórmula que todas las madres que esperan, las saben.
"Tranquila, sabes que tenemos que ser fuertes, ellos no nos pueden ver así", le dice la mujer a Oliva.
A pesar de los cinco años en esas filas de Santiaguito, aún le duele el encierro del menor de sus hijos.
Oliva es trabajadora doméstica y gana un salario mínimo. Aún así, sus esfuerzos económicos los concentra en su hijo Javier.
Adentro es feo, yo hago el esfuerzo por juntar unos mil pesos y me vengo cada tres meses a verlo.
La selva de la cárcel aún no consume por completo a su hijo. Tiene esperanza de verlo salir.
"El otro día por querer defenderse para que no le robaran su pantalón, le cortaron la oreja y se la tuvieron que coser", revela Oliva. Lo dice con el tono de una mujer que se ha acostumbrado a asimilar que toda esa violencia es común adentro, entre las rejas de Santiaguito.
"Pero mi hijo es bueno", insiste. "Aquí se metió a trabajo social y terminó su primaria y ahora está en la secundaria", sostiene.
El penal de Santiaguito es el tercero más peligroso para los reclusos de jurisdicción estatal, con una cifra en 2017 de tres reos asesinados y 33 agresiones ocurridas, según la respuesta de información solicitada a la SSEM vía el Saimex, bajo el número 004434/SSEM/IP/2018.
El mismo documento precisa que en 2018, el saldo fue de tres riñas colectivas; 29 agresiones; 29 lesionados y cuatro personas muertas.
Olivia dice que es la única de su familia que se traslada de Maravatío a Santiaguito cada tres o cuatro meses. No antes, pues los pasajes, la ropa, zapatos y comida que le deja a su hijo, agota el presupuesto en una sola visita.
"Le traje un kilo de carnitas, al menos que este día coma bien, ya se ha enfermado por la mala comida", reprocha.
LA MADRE FUERTE
Hermelinda tiene 70 años y a su hijo Raúl le restan 10 años de sentencia, sólo espera que el tiempo le otorgue tregua y lo pueda ver salir.
"Si Dios me lo permite, sí lo esperaré, no tenemos la vida comprada, llega una infarto y hasta ahí", dice persignándose al cielo.
Luce fuerte y dice no llorar nunca frente a su hijo. A diferencia de otras mujeres, palea el frío de la mañana sólo con un chaleco de algodón que le cubre poco.
"¿No llora usted en las visitas?", se le pregunta. "Nunca he llorado, le digo a él que tampoco llore", indica Hermelinda.
Responde en diálogos cortos, un "sí" y un "no", en cada pregunta. Es de un barrio de Naucalpan, donde aprendió a ser fuerte y sortear las desgracias de la vida. De ahí sale cada ocho días desde hace 10 años a ver a su hijo Raúl.
Nunca ha desistido.
-¿Tiene esposa su hijo?
-Sí, pero ya se juntó con otro.
-¿Hijos?
-También, pero ya son grandes y nadie quiere venir.
-¿Y los gastos, usted los solventa?
-Sí, yo pago todo. Me dedico al hogar y voy juntando lo que se pueda.
-¿Sus hijos no le ponen?
-No, nadie, pero uno como madre, sea el hijo peor, aquí está.
Hermelinda dice no cansarse de regresar a Santiaguito cada semana: "Una madre nunca se cansa", advierte.
"Le dejo unos cien pesos, y de pasaje son cien pesos y otros de ida, y adentro hay que pagar veinticinco para la mesa, todo se cobra, hasta el piso donde pisas", reprocha.
Pese a su situación, Hermelinda sonríe. Es suelta en el andar y no deja de mascar su chicle.
-Se mira más joven, se le adula. "¡Ay gracias!", bromea y de inmediato engancha el piropo.
Frente al acceso del penal, la fila avanza lento, unos pasos cada 10 minutos. El tianguis que se instala en el acceso principal ofrece todo lo que hace falta: comida, agua, refrescos, incluso ropa. Ellas charlan de a ratos, entre las que se conocen. El tumulto es de un vaivén continuo.
Los morrales apartan cada centímetro en la fila, se arrastran sobre el pavimento repletos de topers con comida. Procuran que llegue caliente para no pagar los 15 pesos por calentarla adentro.
El ciclo se repite cada semana. Ellas, las madres, siempre como las fieles, acuden a la cita apenas cae la madrugada. La esperanza por delante y el amor por sus hijos como bandera.
El Día de las Madres traerá quizás algunas sonrisas y unos regalos, pero la tristeza no se irá hasta que se cumplan las sentencias de sus hijos.