“Le pido a Dios que me ayude y aquí estamos”, dice Jorge. Lleva un mes y cinco días cruzando por el país con su hijo Daniel para llegar a la frontera norte y entrar a Estados Unidos.
El camino del migrante es duro; está lleno de sangre, secuestros, robos y vejaciones, pero Jorge recuerda la razón por la que salió de Honduras y saca fuerzas para continuar.
“Saqué a mi hijo de Honduras porque me lo querían quitar los 'Maras'”, revela.
Aproximadamente hace 20 días llegó al albergue ubicado en la colonia Pilares de Metepec de la mano de Dani, su hijo mayor de 10 años. El pequeño se ha vuelto su compañero de viaje.
“Me han dicho que viajar solo da miedo, pero venir con tu hijo es peor”, expresa.
Han sido más de mil kilómetros, desde la frontera de Chiapas, que el hondureño de 32 años ha viajado con el miedo a cuestas. Sin dormir por temor a que despierte y su hijo no esté.
“Su madre me dio permiso de traerlo, allá en El Progreso dejé a mis otros tres hijos, a él ya me lo habían pedido las pandillas”, relata.
Se refiere a la realidad que se vive en la mayoría de los países de Centroamérica, donde las pandillas de la Mara Salvatrucha, que nacen en los barrios pobres, arrastran todo lo que encuentran a su paso. Un blanco fácil son los niños, usados como vigías y mensajeros.
En el lomo de la Bestia
Jorge y su hijo viajaron algunos días en autobús cuando aún contaban con dinero para pagar el pasaje, dormían en el camino con una cobija que carga en su mochila y racionaron la comida.
Pero en los primeros 500 kilómetros se acabó la morralla, relata, por ello tuvieron que empezar a viajar en el “lomo de la Bestia”, entre el sol y el frío, y lo más crudo: en medio de secuestros y asaltos.
“Hicimos una parte del viaje en el tren, pero es duro, cuando se subían a asaltar sólo me hincaba y le pedía a Dios que no me quitaran a mi hijo”, dice el hondureño con el semblante acabado.
Apenas sostiene la mirada por las malas noches y el poco alimento que le cae al estómago.
“Se come poco pue'. Cortábamos mangos en el camino y luego caminábamos mucho para esperar el tren", relata.
De su barrio en Honduras salió con tres mil lempiras (moneda nacional hondureña), que se acabaron antes de pasar Oaxaca. De ahí, Jorge tuvo que pedir limosnas en cada ciudad a la que arribaba. Al hombro carga unos tenis viejos y su mochila.
“Mi hijo se me enfermó del estómago hace poco, tuve que comprarle medicinas y no hay de dónde sacar”, indica.
Un pedazo de Honduras
En la colonia Pilares de Metepec, desde hace siete años existe un refugio que da cobijo a centroamericanos que llegan desde Guatemala y Honduras, principalmente. Don Armando lo abrió al lado de un viejo taller mecánico donde se acondicionaron literas, una estufa y un baño.
“Es un pedacito de Honduras. Aquí conocí más hermanos y mi hijo tiene un lugar seguro”, agrega Jorge.
A mitad de camino hacia la frontera, el albergue ha sido un paraíso en medio de su viacrucis. Allí atiende a su hijo como lo hacía su esposa: le lava ropa, le prepara los pocos alimentos que hay e incluso le ayuda con lecturas escolares.
“Lo atiendo de todo, soy padre y madre hasta que podamos reunir otra vez a la familia”, explica.
En el albergue, Jorge y Dani tienen su litera individual, donde se las ingenian para poder dormir. El lugar carece de todo y es incómodo, pero para esta familia de migrantes no se compara con dormir en las calles.
Ser padre migrante
Jorge posa para una foto por el Día del Padre, y después de casi 500 kilómetros sin tener paz, el migrante sonríe un poco.
Se le pregunta cuándo celebran el Día del Padre en Honduras, responde que no lo recuerda. En su andar los festejos están poco presentes.
Sin embargo, el sacrificio que hace por garantizar la seguridad de su hijo Dani se refleja en su desnutrición, las ojeras que le resaltan y las ropas descuidadas.
“Tengo el sueño de llegar a Estados Unidos y luego enviar por el resto de mi familia”, dice convencido de que la vida es hacia el norte. Su barrio quedó atrás.