La otra secuela del sismo ocurrido el 19 de septiembre de 2017, se resintió en cientos de planteles educativos que resultaron dañados ese día, o fueron demolidos tiempo después como parte de las precauciones marcadas en la zona de desastre, que en el Estado de México abarcó a 12 municipios.
Días después de la tragedia las escuelas que se mantuvieron en pie, junto con las iglesias, se convirtieron en albergues y refugios de fe.
El conteo del gobierno estatal, a seis meses del terremoto que azotó al país, considera 4 mil 900 escuelas dañadas, 44 mil estudiantes reubicados, quienes debieron tomar clases en carpas improvisadas y cabañas construidas por los padres de familia. Así como la habilitación de 320 espacios temporales para tomar clases adaptadas. Resarcir los daños de los planteles costará 5 mil 800 millones de pesos, casi el 70% del presupuesto total aprobado para la reconstrucción en la entidad.
Mientras que en el caso de las iglesias el conteo arrojó 199 templos dañados y caídos, en los 12 municipios de la zona de desastre, en su mayoría reliquias del siglo XV.
OCUILAN
En la primaria "Lázaro Cárdenas" lo único que queda de su antiguo plantel es el nombre. El resto son escombros. Los alumnos han tomado como refugio escolar las canchas de futbol ubicadas en el centro de la cabecera municipal, que por lo menos durante los dos ciclos siguientes seguirá siendo su escuela.
“Nos quedan por lo menos dos ciclos escolares por delante con la escuela improvisada”, revela el profesor Margarito Casillas, director del plantel, al aceptar su realidad. Aún no tienen terreno para construir.
En la "Lázaro Cárdenas" son 12 aulas edificadas de aluminio y otros materiales, también hay pequeñas carpas en azul con logotipos en chino que fueron donadas por una fundación.
En una de esas carpas azules atiende Adela Gómez, profesora de cuarto grado, y quien tiene que improvisar a diario para evitar que el polvo y el calor obliguen al ausentismo de sus alumnos.
“Hemos sobrevivido, si se puede decir así, porque el calor al mediodía es insoportable, luego a los niños les duele la cabeza”, aclara Adela.
Acepta que tardarán en volver a tener aulas, por lo pronto se reconforta en saber que los padres construyen una cabaña de madera que los albergará.
En Ocuilan las brigadas, autoridades y voluntarios se han ido. Pero no la tristeza y el desánimo. Siguen ahí, al igual que los escombros que nadie recoge.
“¡Ustedes que llevan las noticias, díganle a quien nos pueda ayudar que venga!”, pide María Cano García, habitante de Santa Martha, uno de los puntos donde cimbró más el sismo. Una historia no muy distinta a la de Adela y sus alumnos.
RECUENTO
Las comunidades de Ahuatenco, Mexicapa, Tlatempa, El 47, Santa Mónica, Santa Lucía y Santa Martha, fueron las más afectadas y también donde hubo más conflicto por la distribución de la ayuda.
María asegura que las familias que debieron ser apoyadas quedaron fuera del padrón de reconstrucción y los que pudieron, o pueden, levantan por su cuenta las viviendas.
“Haga de cuenta que a los solicitantes nos ponían en rojo y amarillo, y nosotros ni en amarillo salimos, teníamos en la lista como casa sin daños, cuando mi casa estaba totalmente destruida”, recrimina María.
La ayuda material y económica por parte del Instituto Mexiquense de la Infraestructura Física y Educativa (IMIFE) se comenzó a repartir en diciembre del año pasado. A quienes se les destruyó por completo la casa se les entregó 120 mil pesos, a quienes tuvieron daños con fisuras entre 60 y 80 mil pesos. Pero María no entró en ninguna de esas listas.
“Nos vinieron a derrumbar la casa porque era inhabitable, pero aún así no nos dieron ayuda, todo lo hemos levantado con ayuda de los familiares”, explica la vecina.
La estampa en todas las calles de Santa Martha se repite, hay casas a medio construir, las dos escuelas lucen sin reconstruir y las familias siguen habitando pequeñas tiendas de campaña donadas por fundaciones.
“Este es el único cuartito que nos construyó el gobierno”, señala María. Se refiere a una habitación de tres por tres metros cuadrados. Apenas este miércoles (7 de marzo), echaron el colado de la última pieza de su casa. Le restan otros seis meses o más para poder tenerla lista.
“Mire, este es mi chimenea, es lo único que quedó bonito, también mi piso, el azulejo me lo donó un sobrino”, presume sonriente María. Es el único lujo que luce su nueva casa.
En ese piso color pino, polveado por las constantes labores de construcción, están sentadas su hija y su nieta, quien llegó al mundo en noviembre, a mitad de la tragedia.
En el mismo poblado, a lo lejos se mira en ruinas la barda demolida de la primaria y la secundaria, lo único que le sobrevive es un pedazo de lámina donde se divisa el nombre.
“Los alumnos y padres pusieron pintas para exigir que se fueran los militares, porque ya no ayudaban en nada”, recrima Pablo Campos.
La realidad entre los escombros que dejó la tragedia está lejos en cambiar, pero la vida continúa.