/ lunes 30 de abril de 2018

¡Festejo en las calles! Niños migrantes, el viacrucis a la frontera

Docenas de menores llegan a diario a Toluca provenientes de Sudamérica en su camino a Estados Unidos; celebrarán su día en las calles

Toluca, México.- La leche en polvo del bote que compró Amaya, se acabó en la mañana. Su pequeña Mayra no demorará en pedir de comer, pero los escapularios no se han vendido. Su andar migrante es cada ve más agotador y sus pequeños ya se han enfermado.

“¡Es muy duro! nos falta mucho por llegar, esperemos que los niños aguanten”, sostiene Rene, el jefe de la familia.

Amaya y René junto con sus dos pequeños, Damián, de cinco años y Mayra, de dos, salieron huyendo de la violencia hace un mes y medio de Puerto Cortés, Honduras. Optaron por el viacrucis migrant, antes que las pandillas acabaran con la vida de René y de paso con su esposa e hijos.

“Salimos de Honduras porque... cómo le digo, tuvimos problemas, nos extorsionaban y me querían matar a mí, hubieron muchas amenazas por eso nos salimos”, argumenta René, temeroso de la realidad que los obligó a migrar.

En el cruce de la Maquinita llevan unos tres días, de a ratos con los semáforos en rojo saltan al alfalto con Damian y Mayra cargados sobre los hombros para vender los escapularios, cuando se puede, sentados a la sombra de un árbol para descansar.

Lucen ropas impregnadas de grasa y polvo, rostros cansados chorreados de sudor negro, y labios resecos que se lavan pocas veces al día con agua.

Sobre las espaldas Amaya carga una mochila, al igual que René, de las que sobresale la mamila de la pequeña Mayra y el único cambio de ropa que les lograron cargar de Honduras.

“Traemos lo que podemos, la niña usa pañales y les limpiamos con toallas desechables porque no hay donde bañarlos”, explica Amaya.

Ambos pequeños lucen aún fuertes, juegan sobre la banqueta cuando el semáforo está en verde. Ignoran que su viaje los lleva a la frontera. Solo asimilan que es una aventura, es lo que sus padres les hacen entender.

“Ellos no saben a dónde vamos, ni porqué nos vamos, sólo a veces se cansan y lloran”, comenta René.

Según explica Amaya, en Honduras el Día del Niño se celebra el 10 de septiembre, y le parece extraño que en México sea el 30 de abril.

“Allá les festejamos con una piñata y dulces, no acostumbramos darles juguetes”, precisa la mujer migrante.

En su viaje migrante, Amaya es quien los atiende y les da la poca comida que juntan en las paradas que hace “la Bestia”, el tren carguero al que se cuelgan los migrantes sudamericanos.

Un poco de sopa, tortilla o fruta, es a lo que se reduce su comida diaria. No hay más, incluso a veces sólo alcanza para los pequeños.

“Se me enfermaron en Orizaba en un albergue, donde nos bañamos y el agua venía con tierra”, recuerda la migrante.

Según enlista René, una parte del viaje se hizo a bordo de la “Bestia”, y donde se paraba aprovechaban para buscar comida y seguir, buscando lugares seguros para dormir. La seguridad de sus hijos es prioridad.

“Es un sacrificio, hay que quedarse donde la 'Bestia' llega y se parquea, otros lugares son quedarse afuera de los hospitales o si se consigue monedas, pues se paga un hospedaje”, relata el migrante.

La travesía con niños es más difícil, se duerme poco y se come menos, sostienen los padres migrantes.

En tanto se desarrolla la entrevista Mayra y Damian juegan entre sí sobre la banqueta, se revuelcan y ríen como si estuvieran en su hogar en Honduras. Desconocen que su viaje conlleve hambre, huir de las pandillas de “Maras”, e incluso del narcotráfico, como Los Zetas.

Pero eso los pequeños lo desconocen, incluso saludan a los desconocidos que pasan a bordo de sus vehículos y les ofrecen comida.

Mayra viste unos tenis en rosa que casi se rompen, su hermano Damian unos color negro y unos pantaloncillos rotos de las rodillas. Ambos siempre con sombrero o gorra para evitar lo duro del sol del día.

“Allá en la casa si había horas darles de comer, pero aquí pues hay días que si conseguimos comida y hay veces que no, luego la gente nos insulta pero no saben cómo está la situación”, reprocha Amaya.


¿Y si aguantarán los niños? Se le cuestiona.

“Pues tienen que aguantar, no queda de otra”, aclara Amaya con una sonrisa nerviosa. Consciente que su realidad es cada vez más difícil.

Durante toda la entrevista Mayra y Damian no dejan de jugar, los padres migrantes eso lo agradecen, pues saben que están bien y el hambre aún no les llega a la panza.

“Hay que hacer lo que sea, hasta servir de burrero cuando llegue a la frontera”, revela René.

El migrante se muestra convencido de terminar el “sueño americano”, sus hijos están de por medio, no importa si debe burlar la ley o “vender su propia alma”.

El semáforo se pone en verde en el cruce de la Maquinita, René y Amaya se levantan del piso y toman del brazo a sus pequeños para una sola maniobra echarlos sobre los hombros. El día es joven y aún falta por conseguir las monedas que les darán de comer.

Su viacrucis migrante del brazo de sus niños continúa.

Toluca, México.- La leche en polvo del bote que compró Amaya, se acabó en la mañana. Su pequeña Mayra no demorará en pedir de comer, pero los escapularios no se han vendido. Su andar migrante es cada ve más agotador y sus pequeños ya se han enfermado.

“¡Es muy duro! nos falta mucho por llegar, esperemos que los niños aguanten”, sostiene Rene, el jefe de la familia.

Amaya y René junto con sus dos pequeños, Damián, de cinco años y Mayra, de dos, salieron huyendo de la violencia hace un mes y medio de Puerto Cortés, Honduras. Optaron por el viacrucis migrant, antes que las pandillas acabaran con la vida de René y de paso con su esposa e hijos.

“Salimos de Honduras porque... cómo le digo, tuvimos problemas, nos extorsionaban y me querían matar a mí, hubieron muchas amenazas por eso nos salimos”, argumenta René, temeroso de la realidad que los obligó a migrar.

En el cruce de la Maquinita llevan unos tres días, de a ratos con los semáforos en rojo saltan al alfalto con Damian y Mayra cargados sobre los hombros para vender los escapularios, cuando se puede, sentados a la sombra de un árbol para descansar.

Lucen ropas impregnadas de grasa y polvo, rostros cansados chorreados de sudor negro, y labios resecos que se lavan pocas veces al día con agua.

Sobre las espaldas Amaya carga una mochila, al igual que René, de las que sobresale la mamila de la pequeña Mayra y el único cambio de ropa que les lograron cargar de Honduras.

“Traemos lo que podemos, la niña usa pañales y les limpiamos con toallas desechables porque no hay donde bañarlos”, explica Amaya.

Ambos pequeños lucen aún fuertes, juegan sobre la banqueta cuando el semáforo está en verde. Ignoran que su viaje los lleva a la frontera. Solo asimilan que es una aventura, es lo que sus padres les hacen entender.

“Ellos no saben a dónde vamos, ni porqué nos vamos, sólo a veces se cansan y lloran”, comenta René.

Según explica Amaya, en Honduras el Día del Niño se celebra el 10 de septiembre, y le parece extraño que en México sea el 30 de abril.

“Allá les festejamos con una piñata y dulces, no acostumbramos darles juguetes”, precisa la mujer migrante.

En su viaje migrante, Amaya es quien los atiende y les da la poca comida que juntan en las paradas que hace “la Bestia”, el tren carguero al que se cuelgan los migrantes sudamericanos.

Un poco de sopa, tortilla o fruta, es a lo que se reduce su comida diaria. No hay más, incluso a veces sólo alcanza para los pequeños.

“Se me enfermaron en Orizaba en un albergue, donde nos bañamos y el agua venía con tierra”, recuerda la migrante.

Según enlista René, una parte del viaje se hizo a bordo de la “Bestia”, y donde se paraba aprovechaban para buscar comida y seguir, buscando lugares seguros para dormir. La seguridad de sus hijos es prioridad.

“Es un sacrificio, hay que quedarse donde la 'Bestia' llega y se parquea, otros lugares son quedarse afuera de los hospitales o si se consigue monedas, pues se paga un hospedaje”, relata el migrante.

La travesía con niños es más difícil, se duerme poco y se come menos, sostienen los padres migrantes.

En tanto se desarrolla la entrevista Mayra y Damian juegan entre sí sobre la banqueta, se revuelcan y ríen como si estuvieran en su hogar en Honduras. Desconocen que su viaje conlleve hambre, huir de las pandillas de “Maras”, e incluso del narcotráfico, como Los Zetas.

Pero eso los pequeños lo desconocen, incluso saludan a los desconocidos que pasan a bordo de sus vehículos y les ofrecen comida.

Mayra viste unos tenis en rosa que casi se rompen, su hermano Damian unos color negro y unos pantaloncillos rotos de las rodillas. Ambos siempre con sombrero o gorra para evitar lo duro del sol del día.

“Allá en la casa si había horas darles de comer, pero aquí pues hay días que si conseguimos comida y hay veces que no, luego la gente nos insulta pero no saben cómo está la situación”, reprocha Amaya.


¿Y si aguantarán los niños? Se le cuestiona.

“Pues tienen que aguantar, no queda de otra”, aclara Amaya con una sonrisa nerviosa. Consciente que su realidad es cada vez más difícil.

Durante toda la entrevista Mayra y Damian no dejan de jugar, los padres migrantes eso lo agradecen, pues saben que están bien y el hambre aún no les llega a la panza.

“Hay que hacer lo que sea, hasta servir de burrero cuando llegue a la frontera”, revela René.

El migrante se muestra convencido de terminar el “sueño americano”, sus hijos están de por medio, no importa si debe burlar la ley o “vender su propia alma”.

El semáforo se pone en verde en el cruce de la Maquinita, René y Amaya se levantan del piso y toman del brazo a sus pequeños para una sola maniobra echarlos sobre los hombros. El día es joven y aún falta por conseguir las monedas que les darán de comer.

Su viacrucis migrante del brazo de sus niños continúa.

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