Cuando a Rogelio Flores, alias "El Caló", le preguntan sobre su oficio, él contesta que es un "maquillista de zapatos", que se encarga de cortar suelas a la medida y lustrar el cuero, como lo hacían hace 40 años.
Lo que hace “El Caló”, es un oficio que casi se extingue en el proceso de producir calzado. Los ha desmantelado el tiempo y las grandes industrias que llegaron a San Mateo Atenco para sustituir la artesanía de producir zapatos, asegura.
"Esto casi ya no se hace, por las suelas de base", reprocha el zapatero, siempre con unas gafas puestas y un cubrebocas con doble hechura.
En el barrio de la Concepción es el único taller abierto después de 30 años, que corta las suelas y lustra el cuero del calzado que aún se fabrica como una artesanía.
Este lunes abrió, pero mañana y el miércoles volverá a cerrar, porque no hay clientes, no hay material para prender las máquinas y no hay trabajo.
“Esto ya se comenzó a ir pa' abajo antes de la pandemia”, repone. Y pareciera como si el espíritu de hacer zapatos, se quedara debajo de las capas de polvo sintético que cubren el taller.
POCOS ACABADOS
Rogelio trabaja sobre un pedido importante de botas vaqueras, también está por terminar con una serie de zapatos de danza, pero son los únicos dos de esta semana.
Ha estado ocupado toda la mañana en sus pedidos, sentando sobre su banco, frente a la máquina con los tornos y bandas que asemejan a un molino de nixtamal. Los tornos giran y echan una pelusa sintética que se aplana en el techo, las paredes y en unos calendarios que conserva Rogelio en su taller.
También el polvo hace que el lugar parezca una carpintería y que los pulmones de quienes lo respiran se atrofien como los de un fumador empedernido, advierte “El Caló”.
MAQUILLISTAS DE ZAPATOS
El taller nunca ha cambiado de aspecto ni de domicilio: está en el barrio de la Concepción, calle Francisco I Madero, esquina con Hermenegildo Galeana. Es un cuartito que le presta su hermano. De otra forma, sería casi imposible pagar la renta, dice.
“Son varios procesos, a esto se le dice desvirar”, explica mientras pasa una de las botas sobre el torno que tiene una especie de esmeril que corta a la medida cada suela.
Su trabajo consiste en hacer los cortes y formas finas con que salen las piezas al mercado, luego lustra las partes planas con una pulidora eléctrica y usando unas franelas le da varias pasadas sobre los esmeriles a la piel del calzado para sacarle brillo.
De esa forma, las piezas ya solo requieren las plantillas y los adornos para empaquetarse y entregarse.
SE HAN IDO LOS BUENOS TIEMPOS
La explicación del desuso de su oficio, tiene una explicación clara: la industrialización del calzado artesanal, y con ello la aparición de zapatos de origen chino y suelas industriales.
“Somos unos seis que aún existimos”, dice “El Caló”, y ríe con su amigo Brailovsky, un taxista de San Mateo que lo llegó a visitar.
Hace 20 años había aún unos 40 acabadores de calzado y por sus talleres pasaban la mayoría de los pedidos en la línea de producción mensual.