Toluca, México .- María Guadalupe se afana con sus manos en escoger el maíz del "gorgojo" depositado en una coladora y rescatar lo poco que le dio este año su cosecha. La tierra ya no da lo mismo y se está pudriendo, lamenta la campesina.
A las afueras de San Cristóbal Huichochitlán, en la colonia San Salvador, sobreviven las pocas familias dedicadas al campo en esta delegación de la zona norte de Toluca. La mayoría ha abandonado la labranza porque ya no resulta como actividad económica.
Sobre la calle Cuauhtémoc, se ubica la pequeña vivienda de María Guadalupe Sebastián Rosales, campesina de toda la vida. Su casa es humilde y en su solar tiene el terreno que hasta hace algunos años le daba para sostener el hambre de su familia.
El autoconsumo era su forma de vida, ahora ya no existe.
"Este es un terrenito prestado por mi suegro, es un pedacito de medio ‘cuartillo’ (espacio pequeño), son pocos surcos", explica María.
Este año los escasos recursos económicos, les impidió adquirir el fertilizante y "matahierba" para poder sacar la cosecha en su terreno. Se tuvo que conformar con rescatar un par de costales que se fueron en unas cuantas comidas.
De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) en el país 5.5 millones de personas hasta el 2015 tenían alguna actividad agrícola, de estas el 56% son dueños de las parcelas y el 44% son trabajadores de apoyo o peones.
Las estadísticas también precisan que en el territorio nacional existen 30 millones de hectáreas dedicadas a tierra de cultivo, concentrada en pocos estados, incluido el suelo mexiquense.
La parcela de María forma parte de esas cifras, se suma entre las familias que viven del autoconsumo generado por sus siembras, sin embargo en su mayoría, sobreviven sin apoyos de programas sociales, incentivos o mercados para ofrecer su producto, como el caso de la campesina otomí.
“Una vez me inscribí para recibir abono y matahierba pero no me llegó nada, no me tomaron importancia, ‘ande’ pensar que no necesito”, lamenta la mujer.
Las manos de María Guadalupe todo el tiempo se muestran cubiertas con la tierra de su sembradío. Un color negro, irónicamente como la suerte que tuvo este año en la cosecha.
Los cayos los lleva desde que era niña cuando lo que dejaba el campo era abundante y se cosechaba por costales, y el maíz era almacenado hasta en las azoteas. Ahora en su casa sólo luce en un rincón una cubeta con menos de un kilo de maíz. Fue lo único que pudo rescatar, el resto se pudrió y lo consumieron las plagas.
“Estos son los chapulines que se comen todo el maíz, mire las mazorcas así salen, con el grano podrido”, expone María, mientras sostiene en sus manos una mazorca que cabe en sus dedos y es inservible.
Aun así, con la crisis del maíz, María asegura que en abril del próximo año volverá a intentar iniciar con las siembras, ya se prepara y espera que las plagas y la hierba mala no acaben con las milpas.
En su terreno, además del maíz le mete el cultivo de quintonil, haba, frijol y calabaza. Asegura que no ha dejado de sembrar sólo porque su actividad es una herencia de sus padres.
“De un cuarto salen dos kilitos de tortillas, dice el dicho que tenemos que trabajar para sobrevivir y así le hacemos”, lamenta María Guadalupe.
—Antes podías disfrutar una rica caña, ahora ya nada, —expresa con una sonrisa la mujer de 41 años, sacando un poco de humor entre la desgracia, ella es la líder de familia de tres hijos y una campesina que da la batalla ante la crisis del campo.
Tras la plática, sus manos vuelven a la tierra negra de su terreno, se dice contenta porque es la primera vez que la entrevistaron.
El día le da tregua con un cielo limpio y ella continúa en su afán de labrar la tierra.